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El planeta ha emitido su veredicto. No a través de palabras, sino del lenguaje inequívoco de los datos: temperaturas abrasadoras, océanos recalentados y glaciares que se desvanecen a un ritmo de pesadilla. Un nuevo y contundente informe de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), el brazo científico de las Naciones Unidas en esta materia, ha puesto cifras a lo que la intuición y los fenómenos meteorológicos extremos ya nos gritaban: el mundo está perdiendo de forma catastrófica la batalla contra el cambio climático. Los objetivos consagrados en el histórico Acuerdo de París de 2015, especialmente el de limitar el calentamiento a 1.5 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales, ya no parecen una meta ambiciosa, sino una quimera a la que nos aferramos mientras el termómetro global sigue subiendo.
El informe, titulado «Estado del Clima Global 2023», es una autopsia en tiempo real de la salud planetaria, y el diagnóstico es terminal. El año pasado no fue simplemente «otro año cálido»; fue, por un margen aterrador, el más caluroso jamás registrado. Cada uno de los indicadores clave alcanzó niveles récord. Las concentraciones de los tres principales gases de efecto invernadero —dióxido de carbono, metano y óxido nitroso— volvieron a batir sus propias marcas, asegurando que el calentamiento continúe durante las próximas décadas. El contenido de calor oceánico, un indicador más profundo del calentamiento del sistema, también alcanzó un máximo histórico, lo que se traduce en olas de calor marinas más frecuentes e intensas que blanquean los corales y devastan los ecosistemas.
El aumento del nivel del mar, impulsado tanto por el derretimiento de los hielos como por la expansión térmica del agua oceánica, se ha duplicado en la última década en comparación con la primera década de mediciones satelitales (1993-2002). En la Antártida, la extensión del hielo marino alcanzó un mínimo absoluto sin precedentes, perdiendo un área equivalente a la de Francia y Alemania juntas en comparación con el promedio. Estos no son puntos de datos abstractos; son las señales de un sistema planetario que está siendo empujado más allá de sus límites de resiliencia, con consecuencias que apenas comenzamos a comprender.
La cruda realidad que subraya el informe de la OMM es la brecha cada vez más profunda entre los compromisos políticos y la acción tangible. Simon Stiell, el secretario ejecutivo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), ha sido tajante en sus últimas intervenciones, advirtiendo que a la humanidad le quedan apenas dos años para «salvar el mundo» tomando medidas drásticas para reducir las emisiones. El análisis del problema da a entender que lo crítico no es la falta de soluciones —la tecnología para una transición a energías renovables existe y es cada vez más barata—, sino la falta de voluntad política para desmantelar un sistema económico global que sigue siendo adicto a los combustibles fósiles.
De hecho, mientras los líderes mundiales firman pactos y pronuncian discursos elocuentes en las cumbres climáticas anuales, los subsidios a los combustibles fósiles alcanzaron una cifra récord de más de 7 billones de dólares en 2022, según datos del Fondo Monetario Internacional. Es una contradicción esquizofrénica: con una mano se financia la transición verde y con la otra se inyectan sumas astronómicas de dinero público para perpetuar la fuente misma del problema. Esta parálisis política es el principal obstáculo que impide alinear la trayectoria de las emisiones con las metas de París.
El informe de la OMM sirve como un llamado de atención final, una sirena que suena en medio de la complacencia. Advierte que la probabilidad de que la temperatura media anual global supere temporalmente los 1.5 °C en al menos uno de los próximos cinco años es ahora superior al 60%. Aunque un rebasamiento temporal no significa que el objetivo de París se haya perdido permanentemente, sí indica que nos estamos acercando peligrosamente a un punto de inflexión irreversible. Cada décima de grado cuenta, y cada año de inacción cierra la ventana de oportunidad para evitar los peores escenarios.
Más allá de las estadísticas y los gráficos, la crisis climática tiene un rostro profundamente humano, uno que a menudo se ignora en los pasillos del poder. Como destacan constantemente informes, el impacto de esta crisis no se distribuye de manera equitativa. Son las naciones y comunidades más pobres y vulnerables —aquellas que menos han contribuido a las emisiones históricas— las que están soportando la peor parte de las sequías, las inundaciones y las tormentas cada vez más violentas. La transición hacia una economía verde no es solo un imperativo ambiental, sino también una cuestión de justicia social a escala global.
El informe de la OMM lo deja claro: los fenómenos meteorológicos extremos están exacerbando la inseguridad alimentaria, provocando desplazamientos masivos y aumentando la desigualdad. Las olas de calor extremo en el sur de Europa, las inundaciones devastadoras en Libia y Pakistán, o los incendios forestales sin precedentes en Canadá son solo los precursores de un futuro mucho más volátil si no se cambia de rumbo de manera radical. El costo de la inacción ya es incalculable en términos de vidas perdidas y medios de subsistencia destruidos.
Frente a este panorama sombrío, el informe no busca inspirar desesperación, sino urgencia. La ciencia ha hablado, presentando la evidencia más clara y completa hasta la fecha. La pelota está ahora en el tejado de los gobiernos, las corporaciones y la sociedad civil. La transición necesaria es monumental y requiere una movilización de recursos similar a la de una guerra mundial, pero la alternativa —un futuro de caos climático y colapso ecológico— es simplemente impensable. El informe de la OMM no es solo un documento científico; es el último y más desesperado llamado de la Tierra para que la humanidad actúe antes de que sea demasiado tarde.