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El fragor de la guerra en Ucrania alcanzó un nuevo y escalofriante clímax el pasado fin de semana, cuando una andanada masiva de drones y misiles rusos se abatió sobre varias regiones, dejando un rastro de muerte y destrucción en zonas densamente pobladas. La capital, Kiev, y la sureña Zaporiyia se han convertido en el epicentro de un asalto aéreo de una magnitud que las autoridades ucranianas han calificado como uno de los mayores desde el inicio del conflicto. Los reportes preliminares hablan de al menos 12 civiles fallecidos en las zonas impactadas, una cifra que subraya la aterradora realidad de que la población civil sigue siendo el blanco más vulnerable en esta guerra que se extiende por casi cuatro años.
La ofensiva, que duró más de 12 horas, no solo se dirigió contra infraestructura militar o energética, sino que impactó directamente en el corazón de la vida cotidiana. En Kiev, la devastación alcanzó un centro cardiológico, resultando en dos muertes, según confirmación de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Además, un jardín de infancia fue dañado, y varias viviendas residenciales se vieron envueltas en llamas, con una niña de 12 años contándose entre las víctimas mortales, un golpe que el presidente Volodímir Zelenski no dudó en denunciar como un acto de terrorismo puro, acusando a Moscú de atacar deliberadamente objetivos civiles para infundir el miedo.
Este patrón de ataques indiscriminados contra la población civil ha llevado a organismos internacionales a alzar la voz con inusitada firmeza. La Comisión Internacional Independiente de Investigación sobre Ucrania, adscrita a las Naciones Unidas, ha planteado la alarmante posibilidad de que el uso de drones rusos contra civiles pueda constituir un crimen de lesa humanidad. Los expertos de la ONU expresaron profunda preocupación por la escalada, señalando que las circunstancias de los asaltos sugieren una clara «intención de matar, mutilar y destruir», dejando comunidades enteras inhabitables y obligando a miles de personas a huir de sus hogares bajo un terror constante.
El escenario en Zaporiyia no es menos desolador. Al mismo tiempo que Kiev resistía el asalto, la ciudad del sur era impactada, con una gasolinera y otras infraestructuras civiles alcanzadas. Estos ataques se producen en un contexto de creciente preocupación por la seguridad nuclear, ya que el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) ha reportado un aumento en la actividad de drones cerca de la central nuclear de Zaporiyia. El director general Rafael Grossi ha advertido que el riesgo de un desastre nuclear por un error de cálculo o un impacto directo sigue siendo peligrosamente alto, afirmando que «la próxima vez podríamos no tener tanta suerte».
Ante esta escalada de violencia, la respuesta internacional se intensifica, aunque con matices políticos evidentes. El Gobierno de Ucrania, a través de su presidente Zelenski, ha redoblado su llamado a la comunidad internacional para imponer sanciones más severas que corten la financiación de la guerra a Rusia. Además, ha anunciado la llegada de nuevos sistemas de defensa aérea Patriot, de fabricación estadounidense y entregados por Israel, para intentar blindar los cielos de las ciudades ucranianas, una medida desesperada ante la abrumadora cantidad de proyectiles lanzados por Moscú.
Desde Washington, la posición ha mostrado señales de endurecimiento, si bien se mantiene la cautela sobre el envío de armamento de ataque de largo alcance. Las declaraciones de funcionarios estadounidenses, como el senador J.D. Vance, sobre la posible transferencia de misiles Tomahawk a Ucrania, sugieren un debate interno sobre cómo incrementar la presión sobre el Kremlin. Sin embargo, el Ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, al dirigirse a la Asamblea General de la ONU, ha reiterado que Moscú no percibe «interés» en Kiev ni en sus aliados para negociar un «acuerdo de paz justo», un discurso que subraya la lejana perspectiva de una solución diplomática.
Más allá del terror inmediato de los bombardeos, una nueva y silenciosa amenaza se cierne sobre la población: el invierno. La Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) ha puesto de relieve la crítica situación del financiamiento para el Plan de Respuesta Invernal 2025-2026, que solo ha logrado asegurar el 40% de los $280 millones de dólares requeridos. La destrucción de infraestructuras críticas, como la subestación eléctrica Luch en Belgorod (impactada por misiles ucranianos como «respuesta simétrica» según un alto funcionario de Kiev), junto a la falta de fondos, amenaza con dejar a miles de ucranianos sin calefacción ni energía en los meses más fríos.
La OCHA está priorizando la asistencia a residentes vulnerables en la primera línea, el apoyo a evacuaciones, la ayuda post-ataque y la asistencia a los desplazados internos. No obstante, la magnitud de los recientes ataques—incluyendo la destrucción en Kiev y Zaporiyia— exige una respuesta más robusta y urgente por parte de la comunidad internacional. Los ataques a la infraestructura energética y la vivienda no solo son un acto de guerra, sino una estrategia para hacer la vida insostenible para millones de civiles, haciendo del apoyo humanitario no un simple acto de caridad, sino un imperativo moral y estratégico en la defensa de la vida en Ucrania.