FMI advierte que la desaceleración de China es un riesgo para la economía global

Durante décadas, la economía mundial se acostumbró a una constante casi tan fiable como las leyes de la física: el crecimiento imparable de China. La locomotora asiática no solo sacó a cientos de millones de personas de la pobreza, sino que también se convirtió en el principal motor de la demanda global, impulsando los precios de las materias primas, llenando los puertos del mundo con sus exportaciones y financiando proyectos de infraestructura en los cinco continentes. Pero esa era ha llegado a un final abrupto y preocupante. Los datos más recientes publicados por la Oficina Nacional de Estadísticas de China confirman lo que los mercados temían: el gigante no solo está desacelerando, sino que su crecimiento se ha estancado por debajo de las modestas expectativas del propio gobierno, enviando una onda de choque que amenaza con desestabilizar un orden global ya frágil.

Las cifras oficiales, aunque cuidadosamente presentadas por Pekín, no pueden ocultar la profundidad de la crisis. El crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) se ha situado muy por debajo del objetivo anual de «alrededor del 5%», una meta que ya era considerada la menos ambiciosa en casi treinta años. Este estancamiento no es producto de un solo factor, sino de una tormenta perfecta de problemas estructurales que han hecho metástasis. En el epicentro se encuentra la implosión del sector inmobiliario, que llegó a representar casi un tercio de la economía china. El colapso de gigantes como Evergrande y Country Garden ha dejado un rastro de ciudades fantasma, proyectos inacabados y una deuda colosal que pesa sobre los gobiernos locales y el sistema bancario.

Este descalabro inmobiliario ha pulverizado la confianza de los consumidores chinos, cuya principal fuente de riqueza estaba ligada al valor de sus propiedades. Con el ahorro de toda una vida en riesgo y un futuro incierto, la demanda interna se ha desplomado. Los ciudadanos chinos ya no compran apartamentos, coches o artículos de lujo con el mismo fervor. Este «latigazo de la demanda», como lo describen economistas citados por Bloomberg, ha provocado que el país caiga en deflación, un fenómeno tóxico en el que los precios bajan porque nadie quiere gastar, lo que a su vez deprime la producción y aumenta el desempleo.

La crisis silenciosa de una generación perdida

Más allá de los fríos datos macroeconómicos, se esconde un drama humano que define la nueva realidad china. El desempleo juvenil ha alcanzado cifras récord, superando el 20% en las estadísticas oficiales antes de que el gobierno decidiera, convenientemente, dejar de publicarlas. Millones de jóvenes altamente cualificados, producto del masivo sistema educativo del país, se encuentran sin perspectivas laborales, compitiendo por un número cada vez menor de puestos de trabajo en el sector privado, que ha sido duramente golpeado por las propias políticas regulatorias de Pekín contra los gigantes tecnológicos como Alibaba y Tencent.

Esta «generación perdida» es un síntoma de una crisis de confianza mucho más profunda en el contrato social no escrito que ha regido China durante la era de la reforma: el Partido Comunista garantiza la prosperidad económica a cambio de la obediencia política. Cuando la prosperidad se desvanece, la legitimidad del sistema se pone en entredicho. La apatía y el cinismo se extienden entre una juventud que se siente estafada por la promesa de un futuro mejor, un sentimiento que se manifiesta en movimientos sociales pasivos como el tang ping («tumbarse») o el bai lan («dejar que se pudra»), que abogan por rechazar la cultura del trabajo extenuante a cambio de recompensas inexistentes.

La respuesta de Pekín ha sido una mezcla de medidas de estímulo limitadas y un redoblado control ideológico. El Banco Popular de China ha recortado las tasas de interés en un intento por incentivar el crédito y la inversión, pero estas medidas han resultado insuficientes para reanimar a una economía cuya confianza está rota. Los inversores extranjeros, alarmados por la creciente imprevisibilidad política y las tensiones geopolíticas con Occidente, están retirando su capital del país a un ritmo sin precedentes, agravando la crisis y debilitando el yuan.

El efecto dominó: cuando China estornuda, el mundo se resfría

El impacto de la desaceleración china trasciende con creces sus fronteras. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha advertido en sus últimos informes que los problemas de China son uno de los mayores riesgos para la estabilidad económica mundial. Países exportadores de materias primas, desde Chile y su cobre hasta Brasil y su soja, ya están sintiendo la caída de la demanda china. Las economías manufactureras avanzadas, como Alemania, que dependen del mercado chino para vender sus automóviles y maquinaria de alta tecnología, ven cómo sus libros de pedidos se vacían.

La preocupación central es que el estancamiento de China pueda ser el catalizador de una recesión global. En un momento en que las principales economías occidentales luchan por controlar la inflación sin ahogar el crecimiento, la debilidad del que fuera el motor del mundo añade una presión deflacionaria y una incertidumbre que nadie necesitaba. Las cadenas de suministro globales, ya reconfiguradas tras la pandemia, enfrentan ahora la perspectiva de una contracción en su eslabón más crucial.

El mundo se enfrenta así a un escenario para el que no está preparado: una China estancada y ensimismada, más centrada en la seguridad nacional y el control interno que en el crecimiento económico que durante tanto tiempo definió su lugar en el mundo. La pregunta ya no es si China superará a Estados Unidos como la mayor economía del planeta, sino si será capaz de evitar una «década perdida» al estilo japonés, un largo período de estancamiento que podría tener consecuencias imprevisibles no solo para sus 1.400 millones de habitantes, sino para el equilibrio de poder y la prosperidad de todo el globo.

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Nicolás Verdejo
Nicolás Verdejo

Periodista. Director de Under Express.